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De cómo Martín Chirino alteró mi visión del mundo

Luis Leante
1952 Reina Negra (4). © Alfredo Delgado

Poco después de cumplir los veinticinco años, escribí en un cuaderno escolar usado los dos principios por los que pretendía que se rigiera mi vida desde ese momento: primero, no poseer nada que no cupiera en una maleta pequeña —modelo trolley estándar—; segundo, no poseer nada cuya pérdida, hurto o sustracción pudiera afectarme. Aquella decisión vino determinada, sin duda, por el modelo de vida de mi padre, que jamás tuvo casa, ni vehículo, ni nada de su propiedad, excepto un traje príncipe de Gales —el que utilizó en todas las bodas y funerales, incluido el suyo— y una versión reducida del Cossío en edición de Espasa Calpe. Y, en rigor, hasta abril de 2007 logré llevar a rajatabla esta forma de vida que a veces, me consta, resultaba algo extravagante fuera del círculo de mis amistades.

Sin embargo, ese año ocurrió algo que iba a trastocar mis planes de vida y, de paso, mi visión particular del mundo. En abril viajé a Madrid para recibir el premio de novela Alfaguara, que además de la dotación económica y de una gira promocional por dieciocho países del continente americano, estaba dotado con una escultura de Martín Chirino, al que yo admiraba desde que en mis años universitarios leí un artículo sobre el grupo El Paso. Debo confesar que desde entonces las formas bellamente anómalas de las esculturas del artista canario fueron una inspiración de belleza en mis largas noches de literatura e insomnio. En más de una ocasión me habría gustado hacer con mis pensamientos lo que Chirino hacía con aquellos hierros trabados entre la ingravidez de sus huecos y la pesadez de la materia.

Como decía, en abril de 2007 llegué a Madrid con mi maleta modelo trolley estándar para recoger el premio y volar luego a Barcelona, después a Alicante y más tarde a hacer las américas. De regreso al hotel con el cheque en el bolsillo y la escultura de Martín Chirino debajo del brazo, me encontré con la cruda realidad de que la escultura era incompatible con mi equipaje, de modo que me desprendí de la mayor parte de la ropa, e incluso de unas pantuflas que había comprado en Estambul. Entonces sí, todas mis posesiones cupieron en la maleta.

Jamás he facturado el equipaje en ninguno de los vuelos que he realizado a lo largo de varios continentes. En realidad, no me ha hecho falta, porque siempre viajo con mi trolley, que tiene categoría de «equipaje de mano». Pero en aquella ocasión, abril del 2007, no caí en la cuenta de que la escultura de Martín Chirino y las medidas de seguridad impuestas en los aeropuertos son incompatibles. Por eso ni siquiera imaginé que un segurata del tamaño de un armario de dos cuerpos pudiera pensar que las obras del escultor canario fueran en potencia un arma peligrosa, capaz de cambiar la voluntad de un piloto del puente aéreo Madrid-Barcelona, o de cualquier otro. Cuando aquel energúmeno sacó de mi maleta la escultura y me la confiscó, olvidé el segundo propósito por el que se regía mi vida y lo amenacé con quemarme a lo bonzo si no me permitía viajar con «mi» escultura. Fue tal el escándalo que tuvieron que pedir ayuda a un guardia civil que, por esas cosas del destino, había oído hablar de Martín Chirino —por el acento deduje que era canario—, y finalmente me permitieron llevarla conmigo en el avión.

El impacto emocional, después de una reflexión que duró los cuarenta y cinco minutos del vuelo, fue grande. Era como volver a fumar o a beber después de décadas de abstinencia. Recuerdo que volví a casa abrazado a la escultura. Cobré el cheque, compré una pequeña casita junto al mar y un coche de tamaño mediano —el primero de mi propiedad—. Desde ese día, cada mañana comienzo a escribir con el sonido del mar al fondo, frente a esta escultura de Martín Chirino que de la forma más inesperada alteró mi visión del mundo y cambió mi vida para siempre.