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El buen soldado Švejk

La guerra es cosa de idiotas

Daniel Arjona
Ilustraciones de Josef Lada

Hace un siglo moría en un pequeño pueblo checo, a los 39 años, un personaje de leyenda. Periodista, escritor, borrachín, anarquista, soldado, desertor y bolchevique sobrevenido, Jaroslav Hašek dejaba inconclusa entonces una de las novelas mayores del siglo XX, una sátira antimilitarista tan bestial como festiva que hoy los tambores de una nueva guerra en Europa vuelven a poner de actualidad: Los destinos del buen soldado Švejk durante la guerra mundial.

Todo comienza, como tantas otras cosas, en una taberna. Tres hombres conversan sobre los últimos acontecimientos: el tabernero, ladino, grosero y lector de Víctor Hugo, un policía secreto que busca traidores que arrestar y un idiota. El idiota se llama Švejk, ha sido declarado como tal por la comisión médica militar y vive de la venta de perros, «unos horribles monstruos híbridos para los cuales inventaba falsas genealogías». Estamos en Praga a finales de junio de 1914, un serbio acaba de matar a tiros al archiduque de Austria en Sarajevo y durante el próximo mes las cancillerías del continente ejecutarán esa marcha de la locura que despeñó al mundo en el abismo de la Gran Guerra. El idiota vendedor de perros lo advierte entre largos tragos de cerveza; la cosa pinta mal. El guardia enmascarado aprovecha para mandarlo a prisión. Una de las más extraordinarias peripecias de la literatura del siglo XX acaba de empezar.

Una peripecia inconclusa. Cuando en 1923, hace justamente un siglo, Jaroslav Hašek muere alcoholizado en una casa de campo en Lipnice, no muy lejos de Praga, ha logrado escribir y publicar por entregas tres de los seis volúmenes proyectados de la que sería la obra de su vida y una de las tres novelas más importantes del siglo XX, según Bertolt Brecht. Después de casi mil páginas, Los destinos del buen soldado Švejk durante la guerra mundial concluye abruptamente, en mitad de un diálogo cuyas últimas líneas su autor, ya desahuciado, tuvo que dictar. ¿Quién fue Jaroslav Hašek? ¿Qué magia secreta y poderosa exhalaba su obra magna y conquistaba a escritores como Brecht, Faulkner, Kundera, Hrabal o Borges, además de las generaciones de lectores que han podido leerla en sesenta lenguas diferentes?

Tal vez una vía de acceso rápido sea describir El buen soldado Švejk como el negativo desvergonzado de Sin novedad en el frente, el clásico antibelicista en torno a la Gran Guerra de Erich Maria Remarque que recientemente ha contado con una nueva adaptación en Netflix. Todo lo que en la novela de Remarque está cargado de atronadora gravedad y no deja de rendir tributo al heroísmo, pese al horror, se torna mofa y parodia en la de Hašek. No, no podemos tomarnos en serio la guerra, no hay lugar para la épica en los juegos carniceros de los poderosos. Ayer en las trincheras de Verdún, hoy en las de Bakhmut, la guerra es cosa de idiotas y solo un idiota puede contarla. 

Romper el silencio

Asegura Walter Benjamin en El narrador que los soldados regresaban enmudecidos del frente en la Gran Guerra, la primera conflagración global de la historia en la que los demonios de la tecnología, el nacionalismo y la rapiña imperialista hicieron saltar en pedazos el sueño de orden burgués finisecular. No es el caso de Švejk. El buen soldado habla sin parar, rompe el silencio, larga por los codos, en tabernas, en cuarteles, ante coroneles, sacerdotes o políticos, y su bendita ingenuidad los desnuda a todos, ridiculizando los grandes ideales que llevan a los hombres a matarse entre sí. Švejk cumple órdenes tan al pie de la letra que sale a la luz la estupidez manifiesta del orden y la ley. El resultado es tan divertido como descorazonador. Cada vez que alguien le pregunta «¿Quién es usted, Švejk?», el buen soldado contesta: «A sus órdenes, señoría, soy un idiota oficial». Y es que, como le confesó una vez su creador a un amigo: «Si quieres ser libre en este mundo, has de parecer un idiota».

Mientras todo se desmorona, Švejk va de un lado a otro sin dejar de parlotear. El antaño espléndido Imperio austrohúngaro languidece como una corte barroca y decadente en vísperas de su desaparición. El emperador es un viejo embalsamado que asiste impotente a la disolución de una obra política de siglos, desde el momento en que sus súbditos son de pronto conscientes de las diferencias nacionales dormidas bajo la homogeneidad artificial del emblema del águila bicéfala. Joseph Roth, Robert Musil o Stephen Zweig darán cuenta del fin de Kakania mientras Švejk habla y habla sin parar. En gendarmerías donde es acusado de espiar para Rusia, en vagones de tren hacia ninguna parte y en los burdeles móviles donde él y el resto de soldados esperan de sus mandos toda clase de órdenes contradictorias.

Los grandes personajes de la literatura universal del siglo XX habitan en los márgenes del gran vertedero de la época, según el también escritor checo Bohumil Hrabal, discípulo declarado de Jaroslav Hašek: «Me enseñó a mirar el mundo desde el punto de vista de la docta ignorantia, es decir, apagando el brillo del intelecto e intentando ser igual al polvo en el que me convertiré. Hašek me enseñó a preferir la vivencia al saber puro». Por ello, y aunque resulta tentador compararlo con su contemporáneo y vecino Kafka, las enmiendas a la totalidad de ambos al sinsentido de la heteronomia sistémica organizada resultan radicalmente disímiles. Hubo incluso quien fantaseó con un encuentro nocturno en alguna callejuela praguense entre Joseph K., camino de su ejecución, y Švejk de su enésimo encarcelamiento. Pero K. camina trémulo sin entender nada, mientras que el payaso Švejk, jovial y ya achispado, ha entendido muy pronto que solo la estupidez tiene sentido.

Una vida de leyenda

Unas breves pinceladas servirán para condensar la vida de leyenda del autor de Los destinos del buen soldado Švejk durante la guerra mundial. Jaroslav Hašek nace en 1883 en una capital multicultural en la que se distinguen dos grandes culturas principales: la mayoritaria en lengua checa, en la que el autor escribiría su obra, y la minoritaria –pero muy pujante– en lengua alemana que tendrá en Kafka a su principal representante. En la adolescencia comienza a frecuentar las tabernas y los círculos anarquistas y publica algunos cuentos en distintos periódicos. Vigilado de cerca por la policía, que ya le ha detenido varias veces por alborotador y borracho, se larga a pie a conocer Europa y en su vagabundeo aprende alemán, francés, húngaro y, más tarde, ruso. En 1910, de vuelta en Praga, se casa con Jarmiya Mayerová y consigue un empleo fijo como redactor en la revista El mundo de los animales, donde, aburrido, inventa criaturas imaginarias con extraños poderes y funciones. También se aburre del matrimonio, se separa y hace sus pinitos en política al fundar el Partido Progresista Moderado dentro del Marco de la Ley mientras se gana la vida con la compraventa de perros con falso pedigrí, tal y como luego hará su protagonista Švejk.

1915. La guerra se adentra en su segundo año y Hašek sabe que en cualquier momento será llamado a filas. Adelantándose a los acontecimientos, sin decírselo a nadie se ofrece voluntario para un año y lo llevan al frente de Galitzia. Nuevamente aburrido, se deja atrapar por los rusos y pasa dos años leyendo y escribiendo en Kiev, Ucrania. Tras la Revolución Rusa, en 1918 se une al Ejército Rojo, donde lo aceptan con la condición de que deje de beber, que él cumple sin falla. Muestra gran arrojo y valentía en la defensa de la ciudad de Samara y cumple allí como un diligente burócrata bolchevique: parece probable que ordenara un importante número de ejecuciones. Se casa con una rusa –aunque su primer matrimonio sigue técnicamente vigente– y en 1920 regresa con ella a Praga. Allí comienza a escribir y publicar con un éxito importante en cuadernos seriados las aventuras del buen soldado Švejk –donde vierte muchas de sus increíbles vivencias– pero, alejado de la disciplina militar, vuelve a beber y fallece dejando su gran obra inconclusa.

En el prólogo al libro, escribe: 

Una gran época pide grandes hombres. Hay héroes desconocidos y oscuros, privados de la fama y la gloria históricas de un Napoleón. Un análisis de su carácter empañaría hasta la gloria de Alejandro Magno. Hoy mismo podríais encontrar, por las calles de Praga, a un hombre desaliñado que no se da cuenta de la importancia que tiene para la historia de la magna época moderna. Sigue su camino con humildad, no molesta a nadie ni le asedia ningún periodista pidiéndole una entrevista. Si le preguntarais cómo se llama, os contestaría con sencillez y modestia: «Soy Švejk».

Panorama después de la batalla

Al presentar el Tratado de Versalles el 10 de julio de 1919, en una Europa arrasada en la que la mecha de la revolución prendía por doquier, el presidente de Estados Unidos Woodrow Wilson escogió unas palabras de calculado dramatismo: 

El escenario está montado, el destino desvelado. Ha surgido no en virtud de un plan concebido por nosotros, sino de la mano de Dios, que nos ha guiado hacia este camino. No podemos dar marcha atrás. Solo podemos seguir adelante, con los ojos levantados y el ánimo fresco, en pos de la visión. De ahí partimos cuando nacimos. ¿Dudaremos nosotros o cualquier otro pueblo libre en aceptar este grandioso deber? ¿Nos atreveremos a rechazarlo y a romper el corazón del mundo?

¿Cómo danzar al son de aquellas grandes palabras después de la matanza? Por un lado, las consecuencias económicas de la paz madurarían en solo veinte años de revanchismo, crisis y polución nacionalista que llevó a los nazis al poder, hasta poner de nuevo a Europa ante una nueva y definitiva guerra mundial. Por el otro, las ruinas emponzoñadas de la crisis de la conciencia burguesa desplegarían un nuevo campo de juego conceptual, desde el dadá a las vanguardias, donde nada podría tener ya el mismo signo unívoco, nada podría volver a ser tomado en serio. 
Hašek con su buen soldado Švejk profetizó los nuevos tiempos por venir desde la única avanzadilla posible: la imbatible estupidez de la condición moderna. Fue un precursor de las ideas fundamentales de la literatura europea del nuevo siglo, esa cultura que comenzaba a definirse como la huida de la racionalidad y del orden impuesto por un Estado todopoderoso que devoraba el espacio humano íntimo. 

Hašek en España

La primera traducción directa del checo al español es de Monika Zgustová. La publicó Galaxia Gutenberg en 2020, con las maravillosas ilustraciones de la edición original de Josef Lada. Poco después, en un despliegue editorial inédito para una obra torrencial de ochocientas páginas en checo, llegó una nueva versión de la mano de Fernando Valenzuela en Acantilado. En el interín, el pequeño e indispensable sello La Fuga ha venido ocupándose de la parte más festiva de la obra de Jaroslav Hašek, Mi tienda de perros y otras historias humorísticas y la desopilante Historia del partido del Progreso Moderado (en serio).

Por cierto, que la incontenible vocación para la chanza de Švejk quedó fijada en su idioma natal. Al igual que su célebre conciudadano kafkiano, Hašek logró también fijar una palabra. Sveiquear significa en checo parlotear sin freno con la intención de atrapar a tu interlocutor. «No sveiquees» vale para algo similar a «no te enrolles».

¿Quién es Švejk?

Tal es la pregunta que se le plantea al lector de la novela una y otra vez. ¿Se trata de un pobre imbécil o, más bien, explicita una inteligencia luminosa y casi matemática que es capaz de despejar las demoniacas potencias de la historia? ¿Es un dipsómano irrecuperable o un maquiavélico cerebro? ¿Es un traidor, un cobarde que pretende saltarse con un atajo la épica guerrera o quizás un héroe que salva a los suyos salvándose a sí mismo? ¿Y si solo fuera imposible encontrar la lealtad en la traición?

Hoy, con el inédito regreso de la guerra a las viejas tierras de sangre de Europa merced a la invasión rusa de Ucrania y la respuesta de una OTAN reconvertida a la busca de nuevos enemigos, vuelven los lugares comunes y los tramposos campos de juego acotados de la inevitabilidad. Tal vez la mejor manera de escapar de semejante trampa sea volver a la implacable desacralización de la guerra como principio y final ineludible de la condición humana que desarrolla con humor y fantasía el buen soldado de Jaroslav Hašek.

Y es que Švejk logra la perfecta quimera cervantina que fusiona a Don Quijote con Sancho Panza. Parece un criado capaz de proteger a su amo sin dejar de burlarse de él, a veces se le entiende todo y otras se muestra hermético. Y, si le viene en gana, si le apetece, puede romper el curso de la historia. Kundera sostenía que «la ironía desconcertada en el laberinto de su tragedia se basa en que no sabe para quién ni por qué lucha».