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Entre divas y Castafiores

Coloquio Joan Matabosch • Elisa Mccausland • Valerio Rocco

© Hergé-Tintinimaginatio 2023

Odiada por Tintín, Milú y el Capitán Haddock, que huyen de su machacón canto del «Aria de las joyas», la extravagante Bianca Castafiore ha trascendido su existencia como personaje de ficción y es hoy un icono de la figura de diva. Sobre su papel en la serie de Hergé, su simbolismo en el mundo de la ópera y sus semejanzas con otras divas y superheroínas del cómic debatieron en este coloquio, moderado por Valerio Rocco, director del CBA, el director artístico del Teatro Real, Joan Matabosch, y la periodista e investigadora especializada en cultura popular y feminismo Elisa McCausland.

Bianca Castafiore, conocida como El ruiseñor de Milán, aparece en diez de los veinticuatro episodios de Las aventuras de Tintín; la primera vez, en El cetro de Ottokar (1939), el octavo álbum. Y es la protagonista de Las joyas de la Castafiore, una de las obras cumbre de la serie de Hergé. Joan, como lector de Tintín y como experto en ópera, ¿qué significa para ti este personaje? ¿Y qué hay detrás de esa «Aria de las joyas», del Fausto de Charles Gounod, que la Castafiore canta incesantemente? 

JOAN MATABOSCH

Lo primero que debemos preguntarnos es por qué Hergé se apropia de esa ópera, popularísima entonces, y la convierte en metáfora de la ópera como objeto cultural. En mi opinión, lo hace porque el Fausto de Gounod encarna muy bien el concepto de artefacto popular, con un potente estatus cultural que, además, carga sobre sus hombros una serie de valores en conflicto. No hay más que leer lo que escribió un joven Benito Pérez Galdós cuando la obra se estrenó en el Teatro Real, en 1865, solo seis años después del estreno absoluto en el Théâtre Lyrique de París. En aquella época, Galdós escribía habitualmente críticas de ópera. Todas ellas son textos maravillosos, pero su crónica del estreno del Fausto de Gounod es colosal: «El Faust de Gounod sorprende por su inmensa originalidad. La partitura de Gounod está completamente reñida con el gusto italiano. Se aparta de él aún más que de Meyerbeer. En Faust no hay ninguna reminiscencia italiana. Después de un preludio sombrío y nebuloso, en el que se percibe apenas una melodía escondida entre los acordes de la instrumentación de cuerda, como un rayo de sol entre nubes, principia un recitativo magistral que respira dolor y hastío. Qué bella es la frase languo dolente. Jamás el suspiro ha sido tan fielmente sujeto al ritmo musical». Galdós usa esa expresión italiana –languo dolente–, a pesar de destacar que niegue la tradición italiana de la ópera y de ensalzar su carácter nuevo y original. A medida que el gusto del público se acomodó a la obra, se fue imponiendo en el repertorio hasta alcanzar una popularidad universal.

Cincuenta años más tarde de la crónica de Galdós, la ópera de Gounod había pasado de ser novedosa a convertirse en el epítome del cliché de lo operístico; lo que los ingleses llamarían «the opera we love to hate», la ópera que nos encanta despreciar. Esto sucede de manera muy evidente en la bande désinée de Tintín, pero ya ocurría antes de que Hergé se pusiera manos a la obra. En La edad de la inocencia (1920), de Edith Warton, cuya acción transcurre en 1870, la ópera de Gounod simboliza la visión conservadora del mundo, pero es un símbolo lleno de ironía. La novela viene a decirnos que, al igual que la sociedad siempre será la misma, Fausto siempre se representará en la vieja Academy of Music de Nueva York. Es casi una ironía del destino el hecho de que continuara representándose en la ciudad cada temporada, mucho después de la desaparición de la Academy of Music. Recordemos que es una ópera francesa que adapta el texto de Goethe, escrito en alemán y convertido por la legendaria soprano sueca Christina Nilsson en el gran éxito operístico en Nueva York.

En aquella época de finales del XIX, la costumbre en la Academy of Music era que las óperas se representaran siempre en italiano, fuera cual fuera su idioma original; algo que también sucedía en España. A esta cuestión le dedica Edith Warton en su novela una frase maravillosa e hilarante: «Una inalterable y jamás cuestionada ley del mundo musical exigía que el texto alemán de las óperas francesas, cantadas por artistas suecas, se tradujera al italiano para mejor comprensión de públicos de habla inglesa». Es un auténtico sobreagudo de Warton. Pero no solo la autora de La edad de la inocencia alude a Fausto como epítome de lo previsible en el mundo del arte. Hay más ejemplos, algunos famosísimos: Gaston Leroux la cita en varias ocasiones en su novela El fantasma de la ópera, y Tolstói, en Anna Karenina, donde la soprano megadiva es, como en La edad de la inocencia, Christina Nilsson. Y, por supuesto, aparece en Las aventuras de Tintín, en boca de Bianca Castafiore; el único personaje femenino que tiene cierta relevancia en la serie.

La Castafiore es una caricatura de la diva italiana, extravagante en sus maneras, que rechaza comer pasta que no esté cocinada al dente, es sistemáticamente incapaz de recordar el nombre del Capitán Haddock y tiene el hábito de ponerse a cantar en los momentos más inoportunos. Lo que canta hasta dejar extenuados a quienes la rodean es el «Aria de las joyas» de Fausto. Al igual que Tintín y el Capitán Haddock, quien también se hartó de Fausto fue Bernard Shaw, que vio la ópera en Londres 95 veces a lo largo de quince años. Como el sufriente Capitán Haddock, Shaw tampoco podía escapar del Fausto de Gounod. Esta anécdota nos da una idea de su enorme divulgación y nos hace intuir que trascendió los cenáculos de los consumidores de música lírica. Al mismo tiempo, muestra que la obra acaba encarnando algo muy cercano a lo vergonzoso y lo indigno; es una suerte de Goethe sentimental, con una sobreexposición que ha empañado los méritos que en su momento se le habían reconocido, como pone de manifiesto Galdós.

Hergé utiliza Fausto como una encarnación de los clichés sobre los cantantes y la ópera en general. De ella le interesan los conceptos de artificio, de falsedad, de reproducción. Se ríe de la vinculación monógama de la Castafiore a su número, que, a medida que se desarrolla la serie, se vuelve más cómico. Se ríe también de la extraordinaria popularidad de esa ópera, a la que convierte en un lugar común, con independencia de si realmente se merece o no ese trato. Por último, Hergé se ríe de lo antinatural que le resulta la voz de soprano. De esa manera, pone en evidencia que tanto Tintín como el Capitán Haddock pertenecen a un mundo diferente al que representa la ópera.

En Las joyas de la Castafiore se encuentran con un grupo de gitanos que están tocando una música que consideran irresistible, que, a diferencia de la ópera, tiene algo de verdadero, de auténtico. Los gitanos encarnan la proximidad con la naturaleza y la honestidad. En cambio, la ópera, por más que sea un acto social exótico, en la serie se muestra como algo culturalmente domesticado. Todo lo concerniente a lo operístico aparece como encarnación de lo falso; algo con lo que, por supuesto, no puedo estar más en desacuerdo. En Las aventuras de Tintín la ópera se relaciona con los caprichosos, con los aliados de los tiranos, con gente vacua. No obstante, la intención de Hergé no es representar la ópera como un arte frívolo e irrelevante. Su alegato se dirige más contra la petrificación del repertorio operístico, contra todo lo que tiene de homogéneo, de objeto cultural fastidiosamente idéntico en todo el mundo e irritantemente predecible. En ese sentido, podemos empezar a entender a Hergé y concederle una cierta dosis de razón. El hecho de que la Castafiore vuelva una y otra vez sobre lo mismo simboliza la estrechez del repertorio que termina por convertirlo en algo hilarante. Cuando canta Fausto, no es que sea antinatural, sino que está literalmente fuera del orden natural de las cosas. Su irrupción en escena es el anuncio de una catástrofe, y no solo: ella es una catástrofe en sí misma, escucharla cantar es una experiencia violentamente desagradable. Una de mis escenas preferidas de la serie es cuando el Capitán Haddock sueña con ella. En el sueño, la Castafiore se ha convertido en un loro que canta de forma obsesiva el «Aria de las joyas», mientras él está desnudo rodeado de otros loros que le echan en cara su desnudez, como si fuera consciente de estar en un sitio al que no pertenece. La lección que se puede extraer de Hergé es la necesidad de mantenernos alerta contra la petrificación del repertorio y contra las rutinas de gestión de los teatros que hacen difícil mantener un ambiente de creación. Por eso, en mi opinión, la ironía de Tintín sobre esos temas sigue siendo muy pertinente, por más que desde entonces la ópera haya cambiado mucho. De hecho, la ópera vive hoy una renovación drástica, radical y muy valiente de lo que entendemos por repertorio operístico.

VALERIO ROCCO

En una entrevista con Numa Sadould, Hergé dijo: «La ópera me aburre y lo confieso con pesar, incluso a veces me hacer reír». Odio, risa, pero también pesar. Quizá porque, como dice Joan, echaba de menos una música que le hiciera experimentar cosas nuevas. Es conocida su rivalidad con Edgard P. Jacobs, autor de la serie de Blake y Mortimer, con quien colaboró en varios álbumes de Tintín. Jacobs era barítono y un gran amante de la ópera, hasta llegó a titular sus memorias Un opéra de papier [Una ópera de papel], como una reivindicación de que su vida como dibujante se asemejaba a una ópera. Quizá, en esa crítica general a lo operístico se esconda un guiño de Hergé a la pugna que mantiene con el que fue su colaborador y, al mismo tiempo, su rival.

Elisa, tú eres experta en superheroínas. En alguna entrevista has dicho que Wonder Woman cambió tus coordenadas intelectuales. ¿Cómo encuadrarías a la Castafiore? Joan señalaba que su canto muchas veces genera problemas y fricciones, pero también ayuda a Tintín y al Capitán Haddock. Recuerdo una escena de El asunto Tornasol en la que, gracias a que ella desvela los planes de los malos, consiguen atraparlos. ¿Qué relación existe entre las divas, la ópera y el cómic?

ELISA MCCAUSLAND

Mi relación con Las aventuras de Tintín y con Wonder Woman, que me acompaña desde mi más tierna infancia, nace en ambos casos de la obsesión de mi madre por estos personajes. Aunque leí los cómics desde muy pequeña, a mí lo que más me marcó fue la serie de animación Las aventuras de Tintín (1991), que veíamos mi hermana y yo en bucle en VHS, machacando a toda la familia con el «Aria de las joyas» que cantaba la Castafiore, una secundaria carismática que para nosotras tenía voz. Por lo demás, en mi código fuente está muy presente el concepto de diva, tanto en lo pop como en lo cinematográfico. Las divas son una especie de divinidades en la tierra, sacerdotisas que invocan desde el escenario un momento trascendente. La figura de Maria Callas hizo que se popularizara el divismo, que luego pasó al country y más tarde al pop, coincidiendo con esta nueva ola de lo superheroico a partir del boom del audiovisual.

A la diva siempre se la ha asociado con una semántica más bien negativa, construida sobre su carácter y su manera de presentarse sobre el escenario y en sociedad. Sin embargo, a mí me interesa en ese sentido de invocación de conceptos trascendentes a partir de la perfomance, algo muy relacionado con las superheroínas, pero también con las divas del pop. Las superheroínas tienen mucho de divas, y las divas tienen mucho de superheróicas, y de feministas. Por su parte, las divas del pop se han apoderado del divismo. Y lo han hecho en un sentido no tanto de bossie, como de boss, como le gusta decir a Beyoncé, cuyo mensaje es: no soy tan mandona ni tan pejiguera, soy la jefa.

Llama la atención que dentro del ámbito superheroico sean ellas más que ellos quienes poseen un poder relacionado con la proyección de la voz: divas sónicas que, dependiendo de si la casa madre editorial es DC o Marvel, desarrollan su superpoder desde la magia y el folclore, como ocurre con el personaje de Silver Banshee [Banshee Plateada, en español], cuyo nombre procede de la mitología irlandesa y se inspira en aquellos espíritus que con sus gritos y llantos anunciaban el fallecimiento de un ser querido; o revelan sus superpoderes a partir de la vertiente fantacientífica, como es el caso de las mutantes Syrin y Dazzler. Mientras el grito sónico de la primera le permite volar y noquear al enemigo, la superpotencia vocal de la segunda se traduce en luz y pirotecnia.

Tanto Dazzler, en Marvel, como otro de los personajes emblemáticos de DC, Black Canary [Canario Negro, en español], no solo ponen sus superpoderes al servicio del bien, sino que abogan por proyectar sus voces a modo de superproducción musical. Por otro lado, existe una relación directa entre cómic y ópera en la serie Stormwatch (1993) –uno de los personajes, la superheroína Diva, es hija de una cantante de ópera y hereda de su madre esa obsesión por la lírica–, en el cómic que Vanna Vinci dedica a la Callas –Yo soy Maria Callas (Planeta, 2021)– y en las adaptaciones del dibujante Philip Craig Russell al cómic de óperas.

Hoy podemos hablar de cultura transmedia, sin embargo, antes existía una clara codificiación distintiva de la alta y la baja cultura. La película El gran showman (2017), que cuenta la historia de P. T. Barnum, empresario del mundo del espectáculo de finales del siglo XIX y principios del XX y creador del circo moderno, muestra cómo en esos momentos de eclosión de la cultura popular, Barnum necesitaba para su negocio la legitimación de la alta cultura, concretamente de la ópera. De ahí que quiera contratar, y a la vez seducir, a una cantante. Ella, una mujer de extracción humilde, habla de cómo se invoca, desde el escenario del teatro y desde la pista del circo, ese momento sublime, sagrado, esa creatividad que aúna todas las voluntades. 

VALERIO ROCCO

Hoy el cómic está considerado un arte en mayúsculas. Sin embargo, hace sesenta años Hergé se preguntaba si alcanzaría alguna vez el reconocimiento del resto de las artes. El cómic comparte con la ópera el haber sido trivializado y despreciado: la ópera, por considerarse una altísima cultura excluyente, y el cómic, por ser baja cultura, mero entretenimiento. ¿No sería interesante experimentar formas de colaboración que acercaran el cómic a la ópera a nivel escenográfico o incluso de libreto?

JOAN MATABOSCH

No conozco un caso claro de colaboración entre las dos artes. En un espectáculo operístico, la escenografía cumple una función meramente instrumental como parte del discurso dramatúrgico. Existió una colaboración importante entre el mundo de la pintura y el de la escenografía, pero se acabó diluyendo porque la pintura absorbe la atención del espectador de una manera excesiva. Aunque sí puedo imaginar que se narre o explique una determinada ópera, por ejemplo, Così fan tutte, como si fuese una bande désinée. En una edición del Festival de Salzburgo de hace ya años, Peter Musbach le propuso al pintor vanguardista Jörg Immendorff, que en su obra hacía homenajes al cómic, convertir El progreso del libertino de Stravinski en una suerte de viñetas que explicaran la obra; algo similar a lo que había hecho David Hockney en el Festival de Glyndebourne.

VALERIO ROCCO

No parece que Hergé prestara excesiva atención a las mujeres, al menos en Las aventuras de Tintín. Acerca de su posible misoginia, extrapolada a partir del hecho incontestable de la escasez de mujeres en sus cómics –de los 120 personajes que aparecen en la serie solo siete son mujeres, y de los 320 nombres mencionados, solo trece son de mujeres; es decir, un 4%–, así como del hecho de que todos los personajes femeninos, salvo Martina, la secretaria de la Galérie Fourcart en el nunca publicado Tintín y el Arte-Alfa, las mujeres que aparecen en la serie tienen cierta edad y ejercen profesiones de baja consideración. Excepto la Castafiore, el resto son secretarias, regentas de pensiones y mujeres de, como Mrs. Snowball o la mujer del Coronel Tapioca. El propio Hergé dice en una ocasión: «Amo demasiado a las mujeres como para caricaturizarlas». Elisa, en tu opinión, ¿a qué se debe esta ausencia de mujeres en la obra de Hergé?

ELISA MCCAUSLAND

Me sorprende que, de un tiempo a esta parte, exista ese acalorado debate sobre si Hergé era o no misógino o sobre cómo representaba a las mujeres, cuando era obvio que jugaba con lo que yo llamo «erótica de la excepción», o lo que es lo mismo: con una mujer de muestra vale. Tintín no pasaría el famoso Test de Bechdel, de Alison Bechdel, autora, entre otros cómics, de Fun Home. Una familia tragicómica (Random House, 2008), del que, por cierto, se hizo un musical.

El hecho de que la Castafiore sea el único ejemplo de secundaria carismática lo achacaría a la formación juvenil de Hergé y quizá a lo que la gente de la asociación tintinófila ¡Mil Rayos! me comentó sobre su vida sentimental y marital, que fue bastante movida, y cuadra con la cita que ha traído Valerio. En cualquier caso, yo siempre he visto a Tintín especialmente ambiguo en cuanto a su género. Para mí, podía ser tanto un héroe como una heroína. 

VALERIO ROCCO

Volviendo a la diva, ¿creéis que esa figura se ha terminado, al menos en el mundo de la ópera? Porque está claro, como decía Elisa, que en ámbitos como el del pop, las divas siguen estando en auge.

ELISA MCCAUSLAND

Las divas han vuelto y lo han hecho con fuerza. El término diva ha ampliado su semántica. Ya no se aplica solo a las artistas pop, sino también a actrices y a atletas. En la España de los noventa, seguía presente el planteamiento popular de la diva, a través de las apariciones en los medios de Montserrat Caballé o de Ainhoa Arteta. Ambas ocupaban esa categoría de diva a la que, por mucho que se aspire a ella, no todo el mundo puede acceder. Esa idea popular del término ligado a la lírica, se trasladó a otros ámbitos, como el del rock metal, con Tarja Turunen, de Nightwish, y el pop, con Madonna, Rihanna, Beyoncé...

VALERIO ROCCO

Joan, en una entrevista afirmabas: «No tengo problema con que los cantantes vayan de divos cuando se trata de una consecuencia del ego poco disciplinado de algunos, de la ansiedad del trabajo dificilísimo que tienen que acometer y, tantas veces, de su inseguridad. Otra cosa es que ese divismo lleve a la incapacidad para trabajar en equipo, para contribuir a crear un producto artístico compartido junto a los colegas o, en casos extremos, a poner en peligro el proyecto a base de delirios egocéntricos. Mantener esta fauna alejada del teatro es extremadamente higiénico. Afortunadamente, ya casi se ha extinguido la generación de los cantantes que tendían a funcionar con esa mentalidad». ¿Te reafirmas en tus palabras?

JOAN MATABOSCH

Con todas las sílabas. Cuando se habla de divas o de divos, no se sabe si es un piropo o un insulto. En parte, una diva es alguien que merece un respeto reverencial, porque está como fuera del mundo. Por otro lado, es una calificación llena de connotaciones negativas, que alude a personas egocéntricas, con un carácter tremendo y, por lo general, asociales. Creo que ese divismo es una manifestación desesperada de inseguridad motivada por el hecho de que tienen que salir ante el público e interpretar unas partituras prácticamente imposibles. Por lo tanto, es normal que necesiten construirse un caparazón para llegar a desempeñar su trabajo.

VALERIO ROCCO

Hoy, cuando reina ese espíritu colaborativo, los entresijos de un montaje no son como Viva la mamma, que pudimos ver hace un par de años en el Teatro Real, en la que la ópera se ríe de sí misma.

JOAN MATABOSCH

La percepción de lo que es un espectáculo operístico, incluso para los artistas que hoy llamamos divos, ha cambiado enormemente. En la época de Tintín todo basculaba alrededor de los caprichos de un nombre estelar que dictaba cómo sería el espectáculo. Ahora, sin embargo, todo el mundo entiende que una producción operística es un trabajo colectivo, en el que cada uno juega un papel y en el que, en algunos casos, las individualidades son imprescindibles. Por ejemplo, no puedes programar Norma o La sonnambula sin individualidades, porque entonces no hay ópera. Para los teatros sigue siendo una lucha el imponer periodos de ensayos lo suficientemente extensos como para que exista un trabajo realmente teatral que vaya más allá de la exhibición vocal portentosa de una voz extraordinaria, con una técnica asombrosa y una tesitura descomunal. Esas voces, capaces de generar efectos increíbles, no es lo que debe ser la ópera como forma de arte.

Hay títulos que permiten una aproximación más divista que otros. Para una obra belcantista romántica, el espectáculo se sostiene con una diva, mientras que otras óperas, como por ejemplo la Arabella de Strauss, no las puede salvar un divo o una diva.

A pesar de que los papeles protagonistas sean difíciles de cantar y se necesite a artistas de una gran entidad y una gran competencia vocal y técnica, es una obra construida sobre el trabajo de conjunto, porque solo se entiende a través de la alquimia que surge en pequeños gestos, en detalles que van a contribuir a revelar un sentido que, por otro lado, es muy complejo. Hay algún momento de expansión lírica en el que la diva va a poder seducir y, en el caso de Arabella, también el barítono, pero los cimientos de la obra son otros. De ahí que cuando la ópera era una suma de individualidades relevantes, los teatros hicieran prácticamente un único repertorio. Hoy hemos hecho comprensibles verdaderas joyas que con la antigua manera de producir ópera no se entendían.

VALERIO ROCCO

No me resisto a contar una intimidad de Joan. Cuando estuve en su despacho vi que tenía varios muñequitos de la Castafiore. Me dijo: «Cuando viene alguna cantante o algún cantante, le pongo encima de la mesa a la Castafiore y no necesito decir nada más».

JOAN MATABOSCH

La Castafiore baja los humos (risas). 

VALERIO ROCCO

No olvidemos que tiene admiradores por doquier. Excepto a Tintín, a Haddock y a Milú, le gusta a todo el mundo. La voz la dota de poder, como a Dazzler, la superheroína que ha citado Elisa, que es capaz de convertir las ondas vocales en luz, en energía.

ELISA MCCAUSLAND

También ejercen su poder de fascinación a través de su personalidad y del contexto que las rodea. En el caso de Dazzler, su superpoder tiene una traducción lumínica, pero en otros se traduce en una habilidad para volar o noquear al enemigo. En las divas del pop, el divismo se asocia al poder de seducción y de convicción. De hecho, artistas como Beyoncé lo han hecho suyo, proyectándolo en positivo, algo propio del feminismo de esta ola. Sin embargo, a Dolly Parton nunca le ha gustado que la llamaran «la diva del country», precisamente por esa semántica negativa. A mí me gusta reivindicar como divas desde Barbara Streisand, Donna Summer o Grace Jones, a las ya citadas Madonna, Rihanna y Beyonce, Lady Gaga, Rosalía y quizá también Shakira, desde su última aparición [la polémica canción «TQG»]. También me fascinan las divas de los setenta y el halo de misterio que las rodeaba, como muestra la película La diva (1981). En una época de hiperexposición como esta, deberíamos recuperar el misterio. 

JOAN MATABOSCH

La diferencia entre esas divas pop y el mundo de la ópera radica en que las primeras son el objetivo último del espectáculo, mientras que la ópera es un arte conformado por la literatura del texto del libreto, la música, la orquesta, el coro… En los conciertos, sí estaríamos en una situación algo más semejante, pero en la ópera, el canto, aun siendo un elemento crucial, no es el objetivo último. Es cierto que tiene un atractivo tan enorme y fascinante que para algunos puede convertirse en finalidad en sí misma, pero los cantantes deben ser capaces de plegarse a lo que quiere expresar la obra. 

ELISA MCCAUSLAND

Beyoncé, Rihanna o Rosalía son la cara visible del espectáculo, pero también trabajan en función del producto. Ellas son el espectáculo y, a la vez, la empresa.