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Universidad y Cultura

Marina Garcés
Grabado de los principales edificios de la Universidad de Tubinga publicado en el diario Die Gartenlaube en 1877

La filósofa y profesora de la Universitat Oberta de Catalunya Marina Garcés cerró el Foro I+D+C sobre Universidad y Cultura, celebrado en el CBA en el mes de marzo, con la conferencia «Proyectando la cultura de la universidad hacia un futuro cercano». En este artículo reflexiona sobre la escisión que existe entre ambas entidades, y lo hace desde su propia experiencia como académica, activista y promotora de proyectos culturales. Para que la cultura deje de ser «una actividad marginal y episódica de las universidades» propone explorar diferentes ejes de actuación entre la academia y aliados del sistema cultural, tanto institucional como independiente.

Aunque hablemos de ellas en singular, ni la universidad ni la cultura se definen como unidades, ni de pensamiento ni de acción. Ni la universidad es una sola institución, ni la cultura un solo sector o un único universo de sentido. Son, más bien, una colección dispar e incluso disparatada de entidades de muy diverso orden, un conjunto abierto de prácticas, saberes y actores que tienen como característica distintiva que sus efectos implican al conjunto de la sociedad, en la medida en que contribuyen a dar forma al conjunto de experiencias que configuran nuestra relación con el mundo. En este sentido, universidad y cultura coinciden en ser lo que yo llamaría «obradoras de lo posible», es decir, canteras de conocimiento y de experiencia en permanente transformación. Sin embargo, su funcionamiento –institucional, administrativo, profesional, así como también afectivo, estético y político– las separa y, a menudo, las confronta.

Mis reflexiones acerca de las extrañas y escasas relaciones entre la universidad y la cultura no son las de una experta en gestión cultural, ni en políticas culturales de las universidades, sino las de una académica, en este caso filósofa, que desde hace años reparte su actividad entre el mundo universitario, el cultural-educativo y el activista. Por lo tanto, más que desde un modelo, hablo desde un alma dividida, un cuerpo multiplicado y unos tiempos (personales, familiares y colectivos) más bien imposibles. Trabajar en universidad y cultura no es trabajar entre una y otra, sino trabajar doble. Para aportar ideas, acciones y proyectos a la vida cultural, hay que hacerlo desde fuera de la universidad, es decir, desde fuera de sus tiempos, de sus programas y en contra de lo que se supone que tiene que ser un currículum académico. ¿A qué responde esta escisión? ¿Cómo se ha creado este abismo y cómo superarlo? Para abordar estas cuestiones, voy a desarrollar una pregunta, dos conceptos, tres obstáculos y cuatro tensiones. 

Un problema epistemológico

La pregunta es muy simple: ¿la universidad se siente parte de la cultura? La respuesta no es tan simple. Es evidente que en las instituciones académicas y universitarias se producen y se transmiten conocimientos, tanto teóricos como prácticos, que impactan en la cultura de su tiempo. También forma parte de la actividad docente y de investigación elaborar análisis sobre todo tipo de fenómenos culturales. Pero, vuelvo a la pregunta: ¿la universidad y las personas que confluyen en ella, profesorado, estudiantes y otros profesionales, se entienden como parte implicada en la actividad cultural de su sociedad? ¿La universidad se concibe a sí misma como una experiencia cultural en relación con otras?

Facultades de la Universidad Católica de Lovaina, c. 1920. Bibliothèque nationale de France

Si lo pregunto es porque pienso que no y que este es un problema que se está agravando y que tiene consecuencias en la manera en la que podemos enfrentar los principales retos como sociedades en el presente y respecto a nuestros inquietantes futuros. Mientras que una parte importante de las instituciones y entidades culturales, grandes y pequeñas, han ido entendiéndose a sí mismas en los últimos años como realidades inseparablemente educativas e inscritas en una sociedad en transformación, la universidad, en cambio, se ha ido desentendiendo tanto de la educación como de la cultura y, lo que es más grave, de sus propias funciones educativas y culturales.

Por un lado, la degradación de la docencia ha hecho que quede en manos de personal precario y con pocas posibilidades de desarrollar una apuesta investigadora interesante, mientras que quienes compiten por los puestos más valorados en la investigación reciben como un premio descargarse de docencia, especialmente en los niveles más básicos. Una buena universidad es aquella en la que los mejores investigadores de su campo están ejerciendo como profesores en primero. Esta es una idea que había funcionado y tendríamos que recuperar lo antes posible. Por otro lado, la intervención cultural es vista como un momento de ocio o de voluntarismo, de divulgación contra el propio tiempo productivo o de encuentro más o menos amable, pero no trascendente, con personas de otros ámbitos y disciplinas.

El alejamiento del sistema universitario respecto a la educación y la cultura tiene que ver, por tanto, con la concepción del conocimiento dentro del ámbito académico y en su proyección profesional. Más que un problema de gestión, es un problema epistemológico, que se concreta hoy en un doble divorcio.

En primer lugar, el divorcio profesión/cultura. Contra ciertas visiones idealizadas y puristas que piensan que la academia algún día fue un templo del saber, la universidad moderna siempre ha tenido una vocación profesionalizadora y vinculada a determinados estamentos y grupos sociales. Desde mi punto de vista, el problema no es que la universidad forme profesionales, cosa imprescindible, sino la tecnificación de las profesiones, hasta el punto de entender que en ellas no está implícita ninguna experiencia cultural. Hablar de tecnificación no es referirse a las profesiones de carácter técnico, sino a una concepción automática y descontextualizada de lo que implica adquirir unas competencias profesionales determinadas. El efecto es que la universidad genera profesionales des-culturizados. Es decir, incapaces de relacionarse con su saber más allá de su aplicación mecánica y acrítica.

En segundo lugar, el divorcio conocimiento/cultura. Este divorcio puede parecer menos evidente, pero es más grave. De nuevo, el problema no es la especialización de las ciencias, necesaria para el rigor de cualquier campo de conocimiento, sino el cientifismo que convierte cada disciplina, también las humanidades, en referente y alimento de sí misma. Tenemos, entonces, académicos que solo se dedican a leer y a conocer la bibliografía especializada de su microcampo de investigación, y para los cuales cualquier otra dedicación no entraña ningún tipo de experiencia cultural que no sea la del entretenimiento o enriquecimiento personal, es decir, un hobby en el mejor de los casos. La desculturalización de la academia no es un efecto de la pereza o de la miopía de las generaciones más jóvenes, sino de una «cultura» institucional que muy deliberadamente enfoca las carreras, los programas y los objetivos de investigación desde el cientifismo y no desde la ciencia, desde la autorreferencialidad de las disciplinas y no desde el diálogo con sus contextos de sentido.

Mapa del campus de la Universidad de Cambridge, 1886

Por tanto, el primer problema en la difícil relación entre universidad y cultura es epistemológico: tiene que ver con la manera en la que entendemos el valor del conocimiento, y esto es lo primero que se debe abordar seriamente. No basta con salpicar de programación cultural los tiempos libres de la vida universitaria: hay que hacer de la vida universitaria, que quiere decir académica, una apuesta cultural de primer nivel. El primer paso hacia la relación entre universidad y cultura es preparar profesionales y académicos capaces de hacer de su saber y de su práctica una experiencia cultural abierta a otras y apostar por unas ciencias que por sí mismas se entiendan como expresiones culturales en diálogo y en conflicto con modos del conocimiento. Que no sean outputs de mayor o menor impacto, sino experiencias plurales del saber.

Los límites de la divulgación y de la transferencia

Que la universidad se ha encerrado en sí misma no es algo que preocupe exclusivamente al mundo de la cultura. Es una inquietud social amplia, que va desde el ámbito de la empresa al del tercer sector, entre otros. De ahí que se estén instalando en el centro del discurso y de las nuevas formas de evaluación de los resultados de la actividad investigadora dos conceptos: divulgación y transferencia. Parecen ser la invitación necesaria a abrir puertas y compuertas, pero ¿de qué manera lo hacen?

Ambos conceptos implican que la relación entre el mundo académico y el cultural (o cualquier otro) es de exterioridad y que se da de manera unidireccional, lineal y finalista. Desde ahí, se entiende que lo que se «produce» en la universidad, en forma de resultados, «viaje» a otros entornos, a otros públicos o bajo otras aplicaciones. Además, en ambos se prioriza la dimensión cuantitativa: divulgar es hacer llegar a «más gente», mientras que transferir tiene como objetivo generar «más beneficios» (o, por lo menos, más valor).

Divulgación, en definitiva, es un concepto del mercado de la comunicación y del entretenimiento y tiene un trasfondo paternalista. Transferencia es un concepto de la empresa que homologa el tipo de «salida» que se espera que tengan los productos académicos en sus diferentes vías de aplicación y de rentabilidad, desde las empresas tecnocientíficas hasta las industrias culturales.

Frente a la «cultura» unidireccional de la divulgación y de la transferencia propongo tres desplazamientos que no parten de la separación entre un dentro y un afuera de la universidad ni la unidireccionalidad en las relaciones.

En primer lugar, en vez de divulgar o transferir resultados específicos, aprender a trabajar a partir de problemas comunes. La universidad debe comunicar resultados, por supuesto. Tiene la obligación de que sean públicos, accesibles y abiertos. Pero antes, y sobre todo, tiene que compartir problemas y abrirlos a otros actores, visiones y saberes presentes en la sociedad. Aprender a trabajar a partir de problemas comunes implica la siguiente cuestión: ¿cómo puede la universidad contribuir a elaborar las preguntas que no son solo suyas? ¿Qué condiciones son necesarias para ello y, sobre todo, qué cambios mentales por parte de los investigadores y de sus estructuras?

En segundo lugar, propongo pasar de la visión restringida de la divulgación a la práctica de trabajar por modos de aproximación. El lenguaje especializado es uno entre otros y cualquier saber tiene diversos modos de aproximación, igual que la ascensión de una montaña. Una ciencia que no sepa relacionarse con una pluralidad de modos de aproximación a sus cuestiones pasa a ser pura técnica y, además, crea una zona cerrada de elitismo que solo puede relacionarse con otros entornos de forma vertical y jerarquizada. La segunda pregunta que debemos abordar, pues, es la siguiente: ¿puede la universidad, contra la actual tendencia al cierre, abrirse a una pluralidad de lenguas y de lenguajes?

Finalmente, es necesario superar la mirada centrada en la transferencia por una que se centre en las alianzas. De nuevo, una relación lineal basada en el dentro-fuera solo puede funcionar de forma direccional y finalista. La colaboración se reduce entonces a un intercambio, a una aplicación o a una suma de intereses. Lo que necesita una experiencia cultural de los saberes, tanto teóricos como prácticos, son sistemas de alianzas múltiples. ¿De qué alianzas en condiciones de reciprocidad es capaz hoy la universidad, tanto en su función docente como investigadora?

Mapa de la ciudad de Oxford en 1900, con los diferentes colleges

Los obstáculos más evidentes

Avanzar hacia una relación entre universidad y cultura que trabaje con problemas comunes, entre modos de aproximación y a partir de alianzas, implica no solo cambiar la concepción y valoración del conocimiento, sino también detectar y combatir los obstáculos que dificultan su transformación. Son muchos y actúan en escalas y situaciones diversas, pero se pueden destacar tres que, de manera transversal, funcionan en el día a día de la actividad académica y de sus limitaciones. 

1) Los lenguajes. La universidad tiende al monocultivo lingüístico y discursivo, a una estandarización del pensamiento que la aleja de los entornos de experimentación, de encuentro y de transformación. En la universidad se trabaja sobre un amplio repertorio de temas y disciplinas, pero, por desgracia, se piensa de una sola manera. La diversidad de lenguajes, como mucho, es tratada como un objeto de estudio, pero difícilmente admite interlocutores. Un lenguaje sin interlocutores, por muy sofisticado que sea, es pobre. Deja fuera todos aquellos mundos con los que no se puede comunicar. Una universidad que se quiera posicionar como agente cultural tiene que ser un lugar para la conversación, el encuentro y la interlocución entre lenguajes y modos de ver y estar en el mundo. La pregunta clave de la epistemología no es ¿qué podemos saber?, sino ¿quién puede hablar, cómo y sobre qué?

2) Los tiempos. La relación con el tiempo es una de las dificultades de nuestra sociedad en general, pero en el sistema universitario llega a ser una tragedia. Incluso con las mejores intenciones y los esfuerzos de muchas de las personas que intentamos tender puentes, los tiempos de la academia no encajan con los de casi nadie más. En la universidad, con suerte, cualquier idea es para el año siguiente o para dentro de tres, y predomina lo que llamaría una «prospectiva capturada», que no deja ningún margen a la improvisación, a la experimentación y a los procesos compartidos. Un ejemplo paradigmático son los proyectos de investigación. Si todo lo que genera la universidad en términos de conocimiento, para llegar a existir, tiene que pasar por la creación de grupos y proyectos de investigación reconocidos por las correspondientes administraciones, fundaciones o fuentes de financiación y acreditación correspondientes –siempre bajo el riesgo de que no puedan pasar algunos de estos filtros– esto acaba produciendo un suspense y un retraso en la relación con otros sujetos que al final dilata los procesos y deseca las ideas y necesidades compartidas.

3) Las evaluaciones. Son, en este momento, la cruz de la universidad (y de gran parte del sistema educativo). Más que ser una herramienta necesaria de mejora, de seguimiento y de rendición de cuentas, se han convertido en una finalidad y en una fuente de legitimidad cada vez más opaca, ya que dependen en última instancia de agencias privadas de rating que han condicionado la actividad global de la universidad, sus modos de funcionar y su régimen de expectativas. Así, no es que el trabajo sea evaluado, sino que se trabaja y se produce para ir superando evaluaciones, tanto del profesorado (gran parte de él precario y mal pagado) como de los departamentos y programas (siempre bajo amenaza de perder financiación), de los grupos de investigación (que parece que jueguen a la lotería), etc. ¿Qué ocurre con todo lo que no es evaluable? O bien se convierte en voluntarismo o compensación personal de las ingratitudes universitarias, o bien se deja de hacer. ¿Para qué hacer aquello que no cuenta para un currículum individual o institucional? Estas preguntas funcionan como cortafuegos que separan, de forma cada vez más determinante, a quienes pretenden hacer una carrera académica de quienes se orientan hacia el mundo cultural en sus diversas expresiones, incluso en el ámbito de la escritura. Ser escritor, incluso de ensayo, y trabajar en la universidad, empieza a ser un ejercicio de virtuosismo o de desdoblamiento mágico de la propia personalidad. Esta violencia ejercida sobre la actividad académica tiene un doble resultado (entre muchos otros): en la universidad desaparecen las personas con actividades creativas y comprometidas y en la esfera cultural desaparecen los académicos capaces de aportar conocimiento consistente al debate público y a la creatividad social. 

Tensiones por explorar

La cultura, en definitiva, no puede ser una actividad marginal ni episódica de las universidades, asumida normalmente por el personal de gestión (con más libertad de actuación que el académico). Como he argumentado, la dimensión cultural del conocimiento tiene que ver con una posición epistemológica que afecta al conjunto de las prácticas académicas y a su valor.

Claude Mellan, Tesis de teología (en la Sorbona) de Antoine Talon, s.f.

Quiero acabar estas reflexiones, pues, con una mirada que no se deje atrapar ni por el lamento (muy habitual) ni por el voluntarismo (muy agotador) y que contribuya a combatir el cierre epistemológico de la universidad y a superar sus correspondientes obstáculos. Por eso me planteo, para finalizar, cuatro ejes en los que trabajar, cuatro tensiones para explorar codo con codo con aliados del sistema cultural, tanto institucional como independiente.

1) La tensión entre investigación, programación y creación. Si la universidad se orienta hacia las dinámicas propias de la investigación, en el ámbito cultural domina la lógica de la programación: trabajar en cultura, a fin de cuentas, es programar. La producción y la creación se externalizan hacia una industria cada vez más centralizada o, en el otro extremo, hacia la precariedad más inestable. ¿Cómo enlazar investigación, creación y programación en procesos compartidos que sean mutuamente útiles y efectivos? ¿Cómo podemos integrar estos momentos, sus preguntas y necesidades, sin ponerlos en manos de una cadena de montaje?

2) La tensión entre docencia y aprendizajes. Junto con la investigación, el otro eje que define a la universidad es la docencia. Sin embargo, hoy vivimos en una sociedad donde los aprendizajes están dispersos en otros ámbitos y a través de muchas otras dinámicas, intereses y formas de encuentro. Las grandes corporaciones se han adelantado y ya han desbordado el coto universitario con sus propias ofertas formativas, con las cuales parece que la universidad está condenada a entrar en competición. Es una batalla perdida. La que no lo es, en cambio, es la que podría resultar de una alianza seria entre las universidades y la trama de los aprendizajes, situados, horizontales y distribuidos, que se están generando hoy desde muchos ámbitos de la vida social, educativa y cultural. Sería una manera de actualizar lo que significa en estos momentos la misión pública de la universidad, sin patrimonializar ni capitalizar el sentido de lo público.

3) La tensión entre conocimiento y creatividad. Generar conocimiento, sea del tipo que sea, es una práctica creativa. La actividad científica, por tanto, no solo debe poder compartir procesos creativos de artistas, escritores, etc, sino entenderse a sí misma como una actividad creativa. No todo es arte, pero no solo el arte crea. No basta, así, con «poner un artista en nuestras vidas», es decir, tener residentes en escuelas o universidades, sino que se trata de abrir todas las disciplinas a su condición creativa, empezando por la docencia y por los primeros cursos. Esto implica asumir la dimensión arriesgada y frágil a la vez de las disciplinas y los saberes, y hacerlo desde la interlocución con otras experiencias del saber. En esta línea, la «amenaza» de ChatGPT y otras herramientas generativas puede ser una palanca que contribuya a priorizar y compartir la base creativa de cualquier forma de conocimiento. 

4) La tensión entre modos de saber y modos de convivir. Los modos de saber determinan modos de convivir y los modos de convivir –y sus conflictos– son el asunto clave de la cultura. La universidad parece que está desertando de su responsabilidad como lugar de convivencia y de su compromiso con los modos de convivir de la sociedad de la que forma parte. Es una tendencia que ya se daba, pero que se ha intensificado después de la pandemia. Nuestras sociedades se organizan hoy, cada vez más, a la defensiva. Esto es así en todas las escalas: continental, nacional, local, pero, sobre todo, se da en grupos y clases sociales cerrados. La universidad no es ajena a esta tendencia, sino todo lo contrario: según datos recientes, el reagrupamiento de las clases altas en la universidad vuelve a dominar no solo el acceso a ella, sino la posibilidad de llevar a cabo carreras profesionales largas. El problema, al fin y al cabo, no es si hay o no hay cultura en la universidad, sino, ¿cultura con quién y para quién? Esta es la pregunta en la que se encuentra la definición y la orientación de lo que pueden llegar a ser hoy, y en un futuro inmediato, nuestras experiencias como aprendices, como ciudadanos y como habitantes de un planeta que, por más que lo investiguemos y conozcamos, se nos está volviendo inquietantemente extraño. 

CONFERENCIA DE CLAUSURA FORO I+D+C UNIVERSIDAD Y CULTURA
23.03.23

PONENTE MARINA GARCÉS
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